Lo que sí sé es que felicidad fue lo que sentí cuando vi mi nombre escrito por ella en esa hoja de papel, con todo y bolita en vez de punto sobre la i, y por dentro la nota decía, Aguilar la saca de la billetera donde la guarda junto con la primera y la lee, "Profesor Aguilar, si pese a todo me quiere todavía, póngase mañana una corbata roja". La leí varias veces antes de dormirme, dice Aguilar y cuenta que el último pensamiento que esa noche pasó por su cabeza fue Estoy contento, esta noche estoy contento aunque no sepa cuánto tiempo va a durar esta alegría. Cuando me levanté al otro día Agustina ya estaba vestida y llamaba al aeropuerto a confirmar la hora de llegada del vuelo de México (...)
Me veía rarísimo, dice Aguilar, jamás he usado corbata roja y hasta me eché por primera vez un poco de esa agua de colonia que ella siempre me regala, Cuando Aguilar bajó, Agustina pasó varias veces frente a él sin decirle nada, ni buenos días siquiera, Simulaba no verme, dice Aguilar, sus ojos eludían mi corbata roja como si se hubiera arrepentido de escribir esa nota, o más bien como si tuviera temor de constatar si me la había puesto o no, o como si se estuviera haciendo la loca (...) Así que me serví un café y me senté a desayunar, a hojear el periódico y a observar a mi mujer que pasaba una y otra vez frente a mí como mirando hacia otro lado, como haciéndose la desentendida y al mismo tiempo nerviosa, queriendo y no queriendo chequear con el rabillo del ojo si me había puesto la tal corbata, hasta que me planté frente a ella, la tomé por los hombros, le hice mirarme a los ojos y le pregunté, Señorita Londoño, ¿le parece suficientemente roja esta corbata?